La culpa y la primera piedra
Es siempre desconocida la justa verdad de lo que se dice, o sea, la verdad que no engaña a nadie ni rinde gran duda. Acaso al final de esta historia, se pueda entrever algo de lo cierto que se oculta en ella, entre el clamor excesivo de la mentira.
Ocurrió un sábado amable, un sábado de poteo, un sábado cualquiera, en definitiva. En la calle, sobre el frío insolente, había unas nubes inquietas y sin bordes, sin principio ni final. Los amigos, unos pocos que lográbamos desvirtuar el soso plan familiar, salimos a combatir el frío con cerveza, mientras charlábamos del mundo.
Aquel día, sin motivo aparente, se veían grupos de indigentes mendigando por las calles o acosando a los que esperaban en colas de cines y autobuses. En el segundo bar, tres hombres y una mujer, nos sacaron de la clase magistral sobre el poder de los astros. Ruidosos y chillones, fumaban y bebían sin parar, incluso la mujer. En aquel momento, varios de aquellos mendigos se colaron en el interior del establecimiento, hasta que el guarda se percató, y entonces se montó la gresca. Como es habitual entre los clientes, la mayoría se mantenía al margen, como cualquier sábado.
—Ni siquiera se vuelven…, son como buitres—oí chillar a uno de los que estaban a nuestro lado—, eh, eh, que son como nosotros…, de carne y hueso…, y también comen—decía en tono desafiante, altivo, invitándonos a la rebelión, mientras los otros le gesticulaban coralmente.
A ratos, nos miraba con maliciosa ironía, con insolencia. Moví la cabeza en un gesto múltiple, queriendo huir de la provocación con elegancia. Entretanto, el alcohol elevaba el tono, haciéndolo áspero y exigente.
—Que falta de honradez, solo tienen dinero para ellos, para el banco o el coche nuevo—proseguía retador—, que desinterés y poca conciencia…, ladrones, atracadores, y también chorizos…, y cuatreros…, es que no les interesa lo que pasa a su alrededor…, dejen de mirar, no se hagan los locos…, ofrezcan alguna limosna…, eh, eh, que el tiempo de ir al cielo se acaba—ahora torcía la boca y los labios, muequeando soez y burlón. El rictus parecía definitivo.
Como todos los sábados, el barman encargado de aquel trozo de barra, apremiado sin pausa, ni posible tregua, ni tiempo para oír discursos torpes y soñadores, corría de una esquina a otra, pletórico de copas, tazas y demás cacharrería, sin siquiera mirarles.
— Aunque no se si te voy a pagar, dime cuanto te debo—le requirió el del monólogo, como si diera por concluida su actuación.
El de la barra oyó lo justo, contó mentalmente mirando a la penumbra, sonrió enseñando una fila blanca de dientes enormes, se fue hasta la sumadora que estaba en el otro lado, aprisionó con sus gruesos dedos el teclado, y volvió con una tira de papel, sin haber movido siquiera un ápice, la blanca raya que iba de moflete a moflete. El otro, sin apenas mirar la cuenta, le extendió un billete de cincuenta euros, y el barman se alejó de nuevo, entre el griterío embarullado de voces y llamadas desde cualquier flanco.
En tan solo unos pocos segundos, regresó con varias cuentas en su mano, además de vasos, tazas, botellas y hasta una fuente con una atrevida tarta de despedida. En medio de aquel barullo, puso las vueltas en la mano del agitador, alzada entre varias más, que selló firmemente hasta lograr acercarla. Cuando la abrió, los dos, él y yo, que seguía con feliz fanatismo a su lado, miramos con estúpida ironía el billete de cincuenta euros, que de nuevo le llegaba, entre otro más y alguna moneda suelta. Levantó leve la cabeza, torció ambos ojos hacia los lados, hasta encontrarse con una insolente y sustanciosa mirada, la mía, que soslayó sin temblor ni agitación, mientras introducía todo en el bolsillo, y en un golpe de falaz energía, salían juntos y cabizbajos a la noche fría y lluviosa de la plebe.
viernes, 20 de mayo de 2011
LA CULPA Y LA PRIMERA PIEDRA
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